lunes, 21 de octubre de 2013

1920 - capítulo XXII

Título: 1920 (un fanfic del Bicentenario)
Parejas: Akame, Tomapi, Maruda y otras secundarias.
Género: AU, romance
Rating: NC-17
Advertencias: Situaciones de consenso dudoso, temas oscuros. Excesivo fanservice.
Resumen: Corre el año 1920 y en los campos del sur de Chile el Patrón Akanishi desea tener un sirviente personal como el del señorito Ueda. Su amigo Yamapi le ayuda a conseguir uno, llamado Kazuya...


Al llegar a la casa, Nakamaru se dirigió rápidamente a la habitación del señorito Ueda, pero se encontraba vacía; lo buscó también en su estudio, pero sólo estaba la gran Biblia y los papeles con sus notas, él no estaba por ninguna parte. Se le ocurrió sólo un lugar más en donde podría encontrarlo, sólo un lugar en el que podría refugiarse, aunque aún no tenía claro contra qué.

Corrió con todas sus fuerzas hacia la capilla familiar, cruzando el gran patio lleno de árboles frutales y enredaderas. Deseaba que su mal presentimiento fuese sólo eso, deseaba encontrar a su patrón rezando pacíficamente y sentirse tonto por haberse preocupado por nada.

Su corazón casi se detuvo cuando intentó abrir las puertas de la capilla y no pudo, ya que parecían estar trabadas por dentro. Trató de empujarlas nuevamente, esta vez con más fuerza, apoyando todo su peso en ellas, pero fue inútil. Desesperado y asustado, pateó la rústica y pesada madera con todas sus fuerzas hasta que cedió, haciéndolo precipitarse hacia el oscuro interior de la capilla.

Sólo alcanzó a arrepentirse de haber actuado de tan horrible manera por un instante. La imagen ante sus ojos fue peor de lo que imaginaba, le robó el aliento y sólo atinó a mirar, consternado, durante instantes que parecieron eternos.

Era el señorito Ueda, de rodillas y cabizbajo en el áspero piso de piedra frente al enorme crucifijo de madera que ocupaba la lejana pared. Se había despojado de su camisa y su torso desnudo brillaba un poco a la luz de las velas producto de la ligera capa de sudor que lo cubría. Gruesas marcas rojas surcaban la perfecta piel blanca de su espalda, algunas claramente cicatrices de hacía un tiempo y otras, la mayoría, heridas recientes, de aspecto doloroso. Algunas sangraban.

Sin embargo, la sangre no era lo más horroroso.

Nakamaru se sintió mareado, casi aturdido, al comprobar que era el propio señorito el que se estaba infligiendo la tortura. Una de sus manos esgrimía incansablemente una huasca, como las del establo, golpeándose con saña.

-Señorito... -fue lo único que logró articular a través de su garganta apretada. Sus pies actuaron por iniciativa propia, llevándolo casi mecánicamente en dirección a su patrón, atravesando con paso rápido la habitación.

Ueda se detuvo por un momento, mirando a Nakamaru con ojos cargados de una furia profunda.

-¡Sal de aquí inmediatamente! -ordenó, con un bufido lleno de veneno que hizo a Nakamaru detenerse en seco. -¡Vete de aquí!

Ante el horror de Nakamaru, Ueda volvió a voltearse y continuó con su macabra tarea. El sonido era espantoso, el constante silbido del cuero atravesando el aire, el remate sordo de los golpes en la carne. No servía de nada cerrar los ojos, el sonido era gráfico, pintaba la dantesca escena tatuándola tras sus párpados como un sello de metal caliente, indeleble. Apretó los puños, los dientes, intentó cerrarse a la realidad contrayendo todo su cuerpo, deseando huir pero sin poder moverse.

No soportaba verlo sufrir, menos por su propia mano y más allá del dolor físico que suponía se estaba causando, Nakamaru se sentía abrumado por la angustia que había reflejado el rostro del señorito Ueda cuando lo había mirado, por la desolación que se adivinaba en su actitud aún ahora. Se sentía culpable por no haber hecho caso a su presentimiento de que algo estaba mal; a juzgar por las cicatrices en su piel, Ueda había estado haciendo esto durante bastante tiempo. Era un fracaso, había sido incapaz de protegerlo, había fallado en su más preciosa misión.

-Por favor.... por favor... deténgase... por favor... –Nakamaru tardó un poco en comprender que era su voz la que pronunciaba las palabras. A ojos cerrados, a través de dientes apretados y en un susurro continuo, como una letanía. –Señorito Ueda, deténgase por favor...

Pero no tenía caso, el sonido seguía llegando a sus oídos, el movimiento no cesaba, y abrió los ojos para encontrar que la imagen frente a él no había cambiado. El señorito continuaba su implacable auto castigo, aunque cada vez con menos brío.

Después de un largo rato, que pareció aún más largo en su mente, logró volver a moverse. Lentamente al principio y luego con mayor rapidez al notar que Ueda estaba llegando al límite de sus fuerzas y no lo tomaba ya en cuenta.

Las manos temblorosas de Nakamaru detuvieron las manos febriles de Ueda cuando llegó a su lado y cayó de rodillas junto a él. El señorito intentó luchar contra su agarre, pero se encontraba claramente agotado y fue inútil. Las lágrimas que bañaban su rostro se sentían como ácido en el corazón de Nakamaru, a pesar de que sólo las vio por unos instantes. Ueda bajó la mirada, escondiéndose tras su cabello húmedo.

-Aléjate de mí... -balbució, pero no tuvo fuerzas para empujarlo o alejarse. -Por todo lo sagrado, Yuichi... no me toques...

Nakamaru no obedeció. Apretó sus manos en sus hombros y lo sostuvo cuando tuvo la impresión de que iba a dejarse caer, aún sin levantar la cabeza. Habría querido obligarlo a mirarlo, buscar en sus ojos alguna respuesta, hubiera querido preguntar por qué estaba haciendo lo que hacía, por qué se dañaba de esa manera. Sin embargo, sólo pudo tomar el pequeño látigo al que Ueda se aferraba con toda la fuerza que le quedaba y arrebatarlo de manos de su patrón, que pareció revivir un poco a causa de la ira.

Ueda intentó quitárselo para seguir, pero su cuerpo estaba tan agotado que era una tarea imposible, miró nuevamente a su sirviente, con rabia.

-Devuélvemelo -ordenó, con la voz ajada pero sorprendentemente autoritaria.

Nakamaru apretó la huasca con más fuerza, negándose, pero sin poder decirlo verbalmente. Meneó la cabeza enfáticamente, intentando hacer caso omiso de la terrible amenaza en la mirada del señorito Ueda.

- Está bien –dijo el señorito de pronto, cerrando los ojos. Nakamaru tuvo la efímera esperanza de que se hubiese rendido, pero entonces continuó hablando. –Estoy demasiado agotado… necesito tu ayuda...

- ¿A... qué se refiere, señorito Ueda? -preguntó Nakamaru, con voz temblorosa. Tenía una vaga idea de dónde se dirigía el asunto, pero no podía ser, ¿verdad? Era un pensamiento demasiado horroroso.

Confirmando sus miedos, Ueda le dio la espalda y habló, lenta y calmadamente, en un tono que le provocó pánico.

- Continúa con lo que estaba haciendo.

Nakamaru sintió un escalofrío recorrer su cuerpo. No podía ser.

- N-no… no puedo, señorito -la voz de Nakamaru era un susurro suplicante.

- Sí… SÍ puedes – contestó Ueda, con firmeza. -Puedes y debes.

- Por favor… no siga… no puedo… no puedo hacerle daño...

- ¡HAZLO! -estalló de pronto Ueda. -Sirviente inútil, ¿acaso nadie te ha enseñado que debes obedecer? Soy el señor de la casa, debes hacer lo que te diga, ¿o es muy difícil de entender para ti? ¿O acaso TAMPOCO vas a poder hacer bien ESTO? ¡¿ACASO NI SIQUIERA PARA ESO VAS A SERVIR?!

Fue como una bofetada para Nakamaru. Toda su vida se había considerado bastante inútil para todo, menos para cuidar a su patrón. Su bienestar se había vuelto el centro de su vida, su máxima preocupación, y sus palabras estaban causado un daño increíble en su pecho. Se puso de pie temblorosamente y la duda fue evidente en su cuerpo cuando levantó el brazo con la huasca.

Seguía repitiendo en su mente que no podía hacer algo así, pero las palabras de Ueda habían dolido demasiado. Debía intentar obedecerle, demostrarle... no sabía qué, pero tampoco se le ocurría otra salida.

El primer latigazo hizo eco en su corazón, a pesar de su evidente falta de fuerza, probablemente le estaba doliendo más a él que al señorito, nunca se había sentido tan mal. Aunque cerrara los ojos, el sonido era lo suficientemente gráfico, rasgaba el aire y se estrellaba contra la piel expuesta de una espalda que le parecía perfecta, haciendo que la capilla entera se llenara del eco del golpe, una y otra vez, cada vez con más fuerza, cada vez haciendo más daño.

Fueron sólo unos instantes, pero se volvieron años, siglos, en su mente aterrorizada y atormentada. Era insoportable, no podía seguir.

Lanzó la huasca lejos y se giró hacía a su patrón.

-¡¿Qué crees que haces?! -gritó el señorito. - ¡Continúa!

Como única respuesta, Nakamaru lo abrazó. Ueda intentó alejarlo, pero no tenía fuerzas para hacerlo, además, Nakamaru se aferraba con fuerza a él, enterrando la cabeza en su cuello. Ueda creyó oírlo sollozar.

- ¡Es imposible, señorito! –su voz temblaba, pero continuó. –No puedo… pídame lo que quiera, pero… no me pida que le haga daño.

Ueda daba pequeños golpes en su pecho, intentando soltarse, pero su sirviente no lo soltaba, sin importar cuánto luchara. Estúpido Nakamaru, ¿por qué tenía que hacer todo tan difícil?

- ¡Suéltame! ¡Te lo estoy ordenando! -Ueda hablaba entre dientes, deseando que la fuerza de sus palabras se traspasara a su cuerpo. -¿Cómo te…?

Repentinamente, Nakamaru adelantó el rostro para besar la frente del señorito Ueda, logrando que se quedara quieto y en silencio. No lo había visto venir y sintió físicamente cómo se derrumbaban todas sus defensas. Las lágrimas se acumularon de nuevo, traidoras, tras sus ojos.

Aprovechando el estado de sorpresa que había dejado inmóvil al señorito, Nakamaru se puso lentamente de pie, ayudando a Ueda a hacer lo mismo. Su patrón se dejaba guiar en silencio, apoyándose en él. Era como si estuviera bajo un extraño hechizo, como si hubiese perdido la voluntad por completo y sólo se dejara llevar; pero, por el momento, Nakamaru sólo podía sentirse agradecido de que hubiese dejado de hacerse daño.

Lo llevó hasta su habitación y lo ayudó a recostarse, boca abajo para que su propio peso no hiciera arder las heridas de su espalda. Ueda intentó decir algo, pero fue silenciado cuando Nakamaru acarició su cabello. Derrotado, dejó de luchar y el cansancio se apoderó de él.

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Las palabras de Tanaka habían tenido gran impacto en Kazuya, no podía dejar de pensar en eso, más aún cuando Tanaka se había empeñado en seguir con el tema los días siguientes; Kazuya empezaba a encontrarle cada vez más razón, a sentirse más dolido y molesto.

La añoranza de los primeros días y el dolor de saber que no era importante para el que había sido su patrón habían dado paso a una irritación profunda y la ira latía agazapada en sus venas, lista para manifestarse en cualquier instante.

Probablemente a Akanishi jamás se le había pasado por la mente cómo podría sentirse él, nunca se había detenido a pensar en él como una persona. Por supuesto que no, si era un “objeto” más del patrón, quien jamás había sido obligado a nada y para quien debía de ser natural que todos le obedecieran.

Kazuya sintió nuevamente el deseo de que Akanishi se sintiera en su lugar, de que sintiera la frustración de tener que hacer algo que no quería, de que lo obligaran a humillarse sin poder hacer nada al respecto. Era un sentimiento egoísta como pocas veces había tenido, pero no le importaba. Si sus sentimientos solo le traían frustración, tal vez transmitirla al culpable podría ayudarlo en algo a sentirse mejor.

Escuchó a los chicos de Tanaka que hablaban nuevamente de la comida, al parecer últimamente las cosas estaban bastante mal, a pesar de las cada vez más frecuentes expediciones de caza. Por lo general lograban atrapar algunos conejos, incluso habían comenzado a desarrollar métodos para cazar algunas aves y, a veces, lograban tomar huevos de diversos nidos del sector. Recolectaban manzanas silvestres y algunas hierbas y raíces comestibles que Kazuya conocía bien, pero no era suficiente para sostener a todos los chicos, Tanaka y él, no durante mucho tiempo.

Mientras aliñaba los últimos trozos de la última perdiz que habían cazado, convirtiéndolos en algún tipo extraño de sopa, Kazuya decidió que esa noche iría al fundo de Akanishi a robar comida. Era peligroso, pero también era muy factible de que resultara. Conocía bastante bien el fundo, sabía cuáles eran sus puntos débiles y las posibles vías de escape, además de conocer con detalle la ubicación de las despensas.

Podría haber intentado en otro lugar, pero estaba resentido con su ex patrón. Entendió entonces cómo se sentía Tanaka, que le había robado un par de veces intentando emparejar las cosas con Akanishi. Sabía que no mejoraría la situación, pero incluso la planificación del hecho le ayudaba a descargar un poco el resentimiento.

Esperó que todos estuviesen durmiendo. Hacía bastantes días que había dejado de ser exhaustivamente vigilado, así que aprovechó eso para salir a hurtadillas de la cueva. Desgraciadamente, Tanaka tenía el sueño más liviano de lo presupuestado y lo detuvo rápidamente antes de que pudiera llegar demasiado lejos. Kazuya decidió explicarle lo que iba a hacer.

-Es peligroso –comenzó a decir Tanaka y Kame comenzó a sentir nuevamente aquella irritación extraña, pero logró contenerla a tiempo. –Te acompañaré -declaró Tanaka, y la irritación no desapareció. -Quizás sea tiempo de… “hablar” con Akanishi… si es que llega a encontrarnos.

Kazuya tragó saliva, no sabía si estaba preparado para ver a Akanishi, era algo que había elegido no considerar. Hasta ahora había tomado todo el asunto del robo como una oportunidad para desahogarse de parte de su resentimiento, pero ahora que debía considerarlo deseaba que no tuvieran que encontrarse con él, quizás sería doloroso verlo.

Cabalgaron hacia el fundo de Akanishi, era una suerte que Koki lo acompañara, pensó Kazuya intentando ver el lado positivo de las cosas, no sabía muy bien el camino desde la cueva.

El viaje se hizo largo para Kazuya, Koki elegía caminos sinuosos y apartados de las pocas casas que salpicaban el valle, pasadizos oscurecidos por la vegetación, poco transitados, que hacían su avance lento. Con tanto tiempo para pensar la mente de Kazuya se debatía entre volver o decirle a Koki que fueran a otro lugar y su creciente deseo de ver a Akanishi y retribuirle su frustración. Cuando por fin la casona comenzó a distinguirse en el horizonte, se sentía lo suficientemente dolido y enojado como para elegir la segunda opción.

Entraron sigilosamente en la propiedad y Kazuya le enseñó a Tanaka el mejor camino para pasar desapercibidos hasta llegar a la casona principal y entrar. Era increíble como después de casi un mes de estar lejos aún recordaba con precisión dónde estaba cada tabla suelta que podía delatar su presencia en la casa.

Kazuya entró a la despensa de los alimentos, mientras Tanaka se escondió afuera, para vigilar si alguien venía.

Nunca antes había robado algo, y sabía que estaba mal, no se sentía libre de culpa, pero también sabía que era necesario para todos en la cueva. Llenaba el saco que había traído con papas, zanahorias y cebollas, imaginando las comidas que podría preparar con aquellos ingredientes en lugar de pensar demasiado en lo que estaba haciendo. Habría querido llevar con él un saco de harina, pero sin un horno era inútil. Echó en su saco Grandes trozos de queso y algunas piezas de jamón y había comenzado a tomar algunas bolsas de charqui para aumentar su botín cuando sintió un movimiento extraño en la entrada de la despensa.

- ¿Kazuya? -le llegó una voz, muy de cerca.

Era una voz conocida y que incluso, hacía pocos días, había anhelado oír. No necesito la luz casi inexistente de la luna menguante para ver de quién se trataba cuando se giró y se encontró con Akanishi, inmóvil en el umbral de la puerta.

Su ex-patrón lo observaba como si se tratara de un fantasma o un sueño, y no parecía poder despegar los pies del lugar en que estaban clavados en el suelo. Kazuya, por su parte, tampoco podía moverse, la enorme cantidad de emociones que se agolpaban en su interior en aquel momento le impedían incluso pensar. Respiró hondo, intentando despejarse, tratando de recordar la rabia y el rencor que sabía estaban a flor de piel aún.

Los minutos parecieron alargarse eternamente antes de que la coherencia, o algo semejante a ella, volvieran a él, y justo cuando Kazuya comenzó a preguntarse qué diablos estaba haciendo Tanaka que no le había avisado sobre Akanishi, éste apareció silenciosamente detrás de su ex-patrón y lo golpeó en la cabeza con un trozo de madera. Akanishi cayó inconsciente.

Kazuya se preparó para huir, pero Tanaka lo detuvo.

- Hay cosas que necesito decirle –dijo Tanaka entre dientes y le mostró una cuerda que llevaba en las manos. –Y estoy seguro que tú también.

Kazuya tragó saliva y asintió. Su corazón latía por demasiadas razones distintas cuando sugirió que lo llevaran a un lugar más alejado de la casa.

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Después de velar su sueño durante algunas horas, Nakamaru dejó la habitación del señorito Ueda, sintiéndose todavía temeroso. Se sentía culpable de no cuidarlo, a sabiendas de que se encontraba inestable, pero por fin estaba dormido y él necesitaba pensar, despejarse de alguna manera. No sabía qué hacer para ayudarlo, para que no siguiera torturándose así.

Entró a la capilla y se arrodilló ante la cruz. Las imágenes de lo que había sucedido hacía sólo algunas horas se repetían en su mente, a pesar de que ahora la capilla estaba vacía, y luchó para sacarlas de su mente; debía concentrarse. Si el señorito Ueda era tan ferviente con la religión, entonces él rezaría por él para que dejara de dañarse, de odiarse y culparse, aunque no comprendiera bien por qué lo hacía.

No sabía exactamente cómo rezar, en el orfanato las monjas habían intentado enseñarle, pero él había estado demasiado ocupado componiendo payas y haciendo tonterías con Koki como para prestar atención, y nunca había logrado memorizar las oraciones que querían hacerlo aprender; tampoco sabía latín, pero realmente deseaba que el señorito Ueda estuviese bien, lo deseaba de todo corazón. Alguna vez había oído decir que si realmente deseaba el bien de otra persona y rezaba sería escuchado.

Entrelazó los dedos de sus dos manos y reposó la frente sobre ellas, como había observado hacer en incontables ocasiones al señorito Ueda. El suelo de piedra se enterraba cruelmente en sus rodillas, pero se esforzó por mantener su posición.

-Hey... Dios... -susurró, con un poco de inseguridad. -No sé hacer esto muy bien, nunca presté atención... lo siento... pero espero que estés escuchándome... por favor -enterró la frente con más fuerza en sus manos unidas. -Por favor... no quiero que el señorito Ueda... -comenzó a decir, pero se detuvo, dudoso. No sabía si Dios trataba a los seres humanos por el nombre o por el apellido. Frunció el ceño, no quería que Dios se confundiera. -Tatsuya... -decir su primer nombre le era extraño, hacía que su corazón se sintiera hinchado y no sabía demasiado bien por qué, pero se obligó a continuar, era importante. -Ayuda a Tatsuya, por favor... por favor...

Mientras, en su habitación, Ueda despertaba. Se sentía bastante confundido y no sabía por cuánto tiempo había estado dormido, al principio ni siquiera había sabido demasiado bien dónde se encontraba y sólo había comprendido que estaba tendido sobre los cojines de plumas de su propia cama, en su habitación, después de minutos de completo desconcierto. Su cuerpo se sentía pesado, agarrotado y su espalda ardía con furia, sospechaba que era ese dolor el que lo había hecho despertar.

Se incorporó con dificultad. A su alrededor el mundo estaba en una penumbra extraña. Se volteó hacia la ventana y notó que ahora llovía.

Los brazos le dolieron al apoyarlos para intentar levantarse, como si hubiese estado levantando cajas pesadas durante mucho tiempo. Se dejó caer de golpe, aún boca abajo y cerró los ojos. Lentamente, comenzó a recordar lo que había ocurrido antes de que se durmiera, cómo había llegado a su habitación. Enterró la cabeza en el almohadón, completamente avergonzado.

No podía creer lo débil que había sido, no había terminado, no estaba limpio. Y ahora todo era peor que antes. Nakamaru y su condenado sentido del deber habían empeorado todo. Recordar el roce de sus labios en su frente hacía que su pulso se acelerara y sus mejillas enrojecieran, le daba una razón más para terminar lo que había comenzado. Necesitaba expiar sus pecados, pagarlos con sangre.

Se levantó rápidamente de la cama y su cuerpo se tambaleó víctima de un cruel mareo. Respiró hondo y esperó que el mundo dejara de hundirse y torcerse debajo de sus pies. Después de un rato el mareo cedió, dejando tras de sí, sin embargo, una sensación de náusea que se rehusó a desaparecer, incluso cuando el mareo lo hubo dejado en paz. Aún así salió de su habitación: estaba decidido a continuar.

-¡Señorito Ueda! –le llegó claramente la voz de su sirviente, desde la puerta de la capilla, de la que parecía venir saliendo. Ueda intentó caminar rápidamente en la dirección contraria, pero estaba débil y su visión estaba perdiendo foco.

Vio a Nakamaru correr hacia él, cada vez más difuso. Trató de seguir huyendo, pero sus piernas ya no lo podían sostener más y cayó de rodillas sobre el barro. No dejaba de ser irónico, Ueda estuvo a punto de sonreír.

Observó sus manos cubiertas por el barro como si no fueran parte de su cuerpo, como si fueran un ente separado de él. No importaba, era un reflejo de cómo era realmente, la exteriorización de su alma en aquel instante y se dejó caer hacia atrás, con los brazos abiertos, dejando que la suciedad se apoderara también de su cuerpo por fuera, completamente.

Se quedó inmóvil mientras las gruesas gotas de agua caían sobre él. Deseaba que la lluvia pudiese purificar todo su ser de la misma manera en que combatían el barro en su cuerpo, que lo lavara, pero sabía que era un deseo inútil. Cerró los ojos. Quería dormir y no volver a despertar, quería morir antes de que Nakamaru llegara nuevamente a su lado a empeorar todo aún más.

- ¡Señorito Ueda!- la voz de Nakamaru estaba mucho más cerca esta vez y Ueda suspiró, más allá del agotamiento.

Sintió los brazos de su sirviente levantarlo con suavidad para poder abrazarlo.

- ¿Por qué? –Preguntó, apegándolo a él, parecía que en cualquier momento comenzaría a llorar - ¿Por qué se hace daño así?

- Porque lo merezco -respondió Ueda. Nakamaru estaba muy cerca, demasiado cerca. La lluvia no podía limpiarlo si su sirviente se interponía de esa manera.

- No es cierto, señorito, usted no merece sufrir.

- Tú no sabes qué tan mala persona soy… ni las cosas que han pasado por eso -era hora de decir la verdad, no podía seguir evitándolo. –Mi madre… murió por mi culpa.

- Señorito… – Nakamaru intentaba ser lo más delicado posible, hablar de la madre de Ueda siempre había sido algo que se evitaba. – No fue su culpa, usted no tiene nada que ver con lo que ocurrió. La gripe se extendió por todo el mundo y no fue culpa suya.

-Sí, lo fue -intentó apartar la vista, pero no pudo. Nakamaru lo sostenía tan firme en sus brazos que no había lugar al que huir. No comprendía, no podía hacerlo. No sabía nada.

Había ocurrido hacía tanto tiempo y se había esforzado tanto por olvidar que ya hasta para él los hechos no tenían borde ni definición, se perdían, borrosos, en el pasado.

Había sido el verano de sus quince años, cuando la vida pulsaba más rápido que su capacidad de comprensión. Todo le había parecido tan nuevo y maravilloso entonces. Y había estado tan enamorado... había sido feliz. El pecado atroz le había causado una felicidad profunda y narcótica. Pero el precio que había debido pagar había sido demasiado alto.

-Él.... -susurró Ueda, volviendo sólo a medias al presente. En su mente los recuerdos se agolpaban, terribles, pero descubrió que había olvidado el nombre que había pronunciado como algo sagrado durante ese tiempo. Para su pesar, el hecho le fue doloroso. -Él era el mundo... -cerró los ojos, conteniendo las lágrimas. Llorar por él sólo ensuciaría más su alma. -Eso llegué a pensar. Nos veíamos a escondidas... sabía que estaba mal, que merecía un castigo, pero no creí que...

Su corazón se aceleró, lleno de vergüenza, al recordar aquel fatídico día. El final de la estación, con una tormenta en ciernes y el olor a electricidad impregnando el aire. Habían creído que el establo sería refugio suficiente. Habían sido tan estúpidos... Ueda aún podía recordar la sensación de sus manos entrelazadas. Se habían besado de rodillas sobre la áspera superficie del suelo mientras afuera la lluvia se desataba y el cielo rugía; en retrospectiva, Ueda pensaba en ello como una señal.

-Mi madre nos descubrió... llovía... se preocupó y me buscó... -cerró los ojos, intentando borrar de sus retinas la imagen siempre presente del rostro de su madre en aquel momento, la consternación, las lágrimas. -Nunca pudo perdonarme, lo sé. No es su culpa. Sé que no es su culpa... Yo... vio lo peor de mí, el monstruo que soy... ¿lo entiendes? Es mi culpa... mi culpa que haya estado débil, que la tristeza la haya hecho enfermar. Dios me castigó, ¿entiendes? -había comenzado a aferrarse demencialmente a los brazos de Nakamaru. Comenzó a temblar. -Mi pecado horrible... sólo podía quitarme lo que más amaba...

Yuichi sólo lo escuchaba. No lo había abandonado, no había salido corriendo. Ueda no lo entendía, ¿no había sido suficientemente claro? Necesitaba hacerlo comprender lo repugnante que podía llegar a ser, necesitaba hacer que se alejara.

-Cuando lo comprendí, cuando entendí que la muerte de mi madre había sido mi castigo, decidí partir al Seminario. Y después de todo el tiempo que pasé ahí, intentando alejar estos pensamientos pecaminosos, regresé aquí y… -Ueda se mordió el labio, angustiado. –Tú… tengo esos sentimientos nuevamente… por ti.

Ueda se detuvo, esperando que Nakamaru reaccionara, que quisiera alejarse de él, pero nada cambió.

- ¿Entiendes lo que estoy diciendo?

- Eso creo, señorito… -el rostro de Nakamaru sólo exhibía una gentil expresión de confusión, como la que había visto en él cuando le había intentado explicar la diferencia entre “b” y “v” al enseñarle a leer y escribir. -Pero no entiendo por qué cree que sea malo, por qué se daña por sentir.

- ¡Es malo! Dios me castigó por ello porque es un pecado. ¡Es antinatural enamorarse de otro hombre!

Nakamaru acercó su cuerpo nuevamente hacia Ueda, que se había alejado mientras hablaba.

-El amor es bueno, un sentimiento tan bueno no puede ser pecado –dijo Nakamaru casi susurrando y, para horror de Ueda, comenzó a acariciar su cabello, ahora completamente empapado. –El amor es algo natural.

Nakamaru aún no comprendía las acciones del señorito Ueda, pero no estaba pensando demasiado ni intentando ver las cosas desde ese punto de vista. Las palabras de Ueda habían hecho mella en él de otra manera; su confesión había alumbrado algo, le había dado un sentido a su preocupación y a su necesidad de protección. Escuchar que su señorito tenía sentimientos por él sólo lo había hecho sentir inmensamente feliz. Casi involuntariamente, acercó su rostro con lentitud hacia el de Ueda y lo besó. Apenas un toque de sus labios con los suyos.

- Para mí no se siente antinatural -declaró Nakamaru, sin alejarse demasiado. Sentía que el pecho le explotaría de un momento a otro, incapaz de contener tanta emoción, ¿cómo podía creer alguien que sentirse así era malo? Tomó su rostro con una de sus manos, impidiendo que el sorprendido Ueda rehuyera su mirada. –Por favor, no se torture así, no quiero verlo sufrir, quiero que sea feliz.

Comenzó a acariciar la mejilla de Ueda, a rozar sus pómulos con la yema de sus dedos, intentando memorizar su rostro. Estaba tan feliz y sentía tanto miedo. Sabía que el amor de Ueda era algo que no merecía, que era sólo un sirviente, un huérfano sin educación que no sabía nada del mundo... pero así, entre sus brazos, Tatsuya parecía tan frágil. No deseaba dejarlo solo nunca más, deseaba protegerlo, cuidarlo y hacer que sanara.

- Estoy tan contento de que sienta eso por mí, algo tan importante… jamás creí merecer un sentimiento así de parte de usted.

- Pero… estos sentimientos… Dios no los ve como algo cristiano y…

-La verdad es que no entiendo mucho de las cosas en la misa, ni he leído toda la Biblia –comenzó a decir Nakamaru, quería que Ueda comprendiera cómo él veía las cosas, pero se sentía torpe, sentía que sus palabras serían inútiles. Sin embargo, debía intentarlo. -Pero yo no concibo un Dios que no desee que las personas sean felices. Felicidad y amor son cosas buenas, que no hacen daño.

Acarició tímidamente la mano de Ueda para después tomarla, con delicadeza.

-Lo cuidaré, intentaré que sea feliz, aunque sea sólo un sirviente que no sirva de mucho… no dejaré que se lastime… -prometió con un hilo de voz y maniobró hasta levantar un poco a Ueda, haciendo que se sentara, sosteniendo sus hombros con uno de sus brazos. Llevó su mano libre a la espalda de Ueda, levantando su ropa para dejar a la vista sus heridas. -No dejaré que se haga esto nunca más, ayudaré a borrar sus heridas.

Invadido por un extraño sentimiento, Nakamaru llevó sus labios hasta una de las heridas de Ueda y suavemente la limpió con su lengua. Besó la piel sana entre la herida abierta y una cicatriz anterior antes de que su boca se posara en aún otra llaga a medio cicatrizar para también limpiarla.

Ueda sintió el suave placer y ardor, resignándose. A pesar del deseo compulsivo que le causaba aquella mezcla perfecta de gozo y dolor, lo que más quería en aquel instante era volver a besar los labios de Nakamaru. Encontraba parte de razón a su sirviente, sonaba razonable: el amor sí era un sentimiento bueno, el más grande y no tenía porque dañar a alguien.

Recordó entonces las palabras del Padre Kimura, uno de sus tutores en el Seminario, recordó su paciente sonrisa y sus gentiles ojos. Jamás lo había hecho sentir incómodo o juzgado, y solía hablar de cómo el amor era algo bueno, sin importar hacia quien estaba dirigido, que traía felicidad y el deseo de bien para el ser amado. En aquel entonces había estado demasiado resentido y herido como para escuchar sus palabras, pero ahora que su sirviente le decía lo mismo estaba comenzando a considerar que, tal vez, podía ser cierto.

Se giró hacia Nakamaru y lo abrazó, buscando esconder el rostro en su pecho. Nakamaru lo abrazó de vuelta, detuvo sus acciones y simplemente lo abrazó, con fuerzas. La inseguridad seguía presente, Ueda no podía simplemente comenzar a ignorar en unos instantes lo que había sido su verdad por años de su vida. Era tan difícil saber en que debía creer.

Nakamaru sonrió acariciando su cabello y después de algunos momentos lo ayudó a levantarse, tomando su mano, para llevarlo nuevamente a casa. La docilidad de Ueda ahora no se parecía en nada al estado de catatonia en que había estado cuando lo había llevado a su habitación y sintió un poco de la preocupación desvanecerse

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