lunes, 21 de octubre de 2013

1920 - capítulo VII

Título: 1920 (un fanfic del Bicentenario)
Parejas: Akame, Tomapi, Maruda y otras secundarias.
Género: AU, romance
Rating: NC-17
Advertencias: Situaciones de consenso dudoso, temas oscuros. Excesivo fanservice.
Resumen: Corre el año 1920 y en los campos del sur de Chile el Patrón Akanishi desea tener un sirviente personal como el del señorito Ueda. Su amigo Yamapi le ayuda a conseguir uno, llamado Kazuya...


Esa noche, Akanishi se quedó hasta más tarde de lo normal revisando asuntos administrativos del fundo. Ryo le había dicho que aún le faltaba una clase más a Kazuya, así que aún no lo ocupara para esa labor, de hecho, en aquel momento ya se había ido a dormir.

El ladrido de uno de sus perros lo tomó por sorpresa y casi se golpeó con la mesa por el salto que dio. Alerta, oyó cómo a ese ladrido se le sumó el de otro perro más. Su cuerpo se congeló cuando escuchó el ruido de algo rondando por las afueras de la casa. No había duda alguna, bajo toda lógica… ¡debía ser un fantasma!

- ¡¡Kazuya!! – gritó, entrando a su habitación de golpe, jadeando por el miedo.

El grito de su patrón lo despertó bruscamente, se levantó de inmediato de la cama.

- ¡Afuera hay…. Afuera hay un fant…! ¡Hay algo afuera rondando!

Rápidamente, Kazuya se colocó los pantalones y las botas, y salió, seguido por su patrón sólo hasta la puerta de la casa. Tomó una pala que estaba a su derecha.

- ¿Para qué tomaste eso?

- Para estar preparado, por si me ataca, patrón.

- No te servirá, lo vas a traspasar.

- ...

Lo que su patrón le decía no tenía sentido para Kazuya, debía ser por lo alterado que estaba.

Había ruido en el gallinero, entró en él con la pala y a la defensiva. Se encontró a escasos metros de un hombre con el rostro cubierto que dejaba ver sólo sus ojos, los que se fijaron en él con rudeza en un principio, para pasar a una mirada pícara. En sus manos traía un saco con algunas gallinas que revoloteaban histéricas.

Kazuya intentó golpearlo con la pala, pero el ladrón se escabulló con habilidad, lanzándose al suelo para equilibrarse con una sola mano, girar la mitad inferior del cuerpo en posición invertida y patear el pecho de Kazuya con fuerza suficiente como para que cayera hacia atrás pero no para dañarlo. Luego, se puso de pie de un salto y salió corriendo del lugar. Kazuya se levantó inmediatamente y lo siguió, intentando alcanzar golpearlo con la pala y fallando por mucho.

Para mala suerte de Kazuya, el ladrón se subió hábilmente a un caballo y cabalgó fuera del fundo, pero Kazuya no se iba a rendir. Corrió hacia el establo en busca de otro caballo. Akanishi corrió a subirse a un caballo también, al notar que era un ladrón y no un fantasma, para su alivio. Pero, claramente, el ladrón les llevaba mucha ventaja y se les estaba perdiendo rápidamente de vista a ambos, aún así, partió en persecución.

A la luz de la luna, Akanishi vio brillar el arma que llevaba el bandido y sintió pavor. Supo que sería imposible atraparlo estando ellos desarmados. Kazuya cabalgaba con brío delante de él, resuelto a capturar a su atacante; sería el primero al que atacaría. En dos segundo se imaginó el peor escenario posible, Kazuya derribado por una bala, cayendo del caballo...

- ¡Kazuya! ¡Es inútil! -gritó, con desesperación -¡Volvamos!

- ¡Aún puedo atraparlo! -le respondió Kazuya, volteando la cabeza al galope.

La decisión de Kazuya brillaba fulgurosa en sus ojos y Jin maldijo su perfeccionismo compulsivo. ¿No se daba cuenta de lo que arriesgaba?

- ¡Está fuera de nuestro alcance! -insistió.

- ¡Pero, patrón...!

- ¡QUE VOLVAMOS TE DIJE, MIERDA! -gritó, con el tono más autoritario del que fue capaz.

Kazuya disminuyó su velocidad y, abatido, dio la vuelta. Jin había disminuido el paso de su caballo hasta un trote ligero y lo esperó algunos metros más atrás. Ambos volvieron al fundo en silencio. Era la primera vez que Akanishi había tenido que gritarle.

- Lo siento, patrón –dijo Kazuya apenas se bajó del caballo.

Akanishi asintió levemente, como aceptando sus disculpas y desmontó también. Kazuya se sentía pésimo, había fallado horriblemente, otra vez.

- Castígueme -pidió en un susurro, cabizbajo.

- ¿AH?

- Castígueme -repitió Kazuya, levantando la cabeza y apretando la mandíbula.

- No… no hay necesidad -suspiró Jin, con cansancio. Sin el soporte de la adrenalina, la fatiga estaba haciendo presa rápida de su cuerpo.

- Sí la hay -insistió Kazuya- fallé. Se me escapó. Dejé que ese hombre le robara.

- Era imposible que lo detuvieras, ¡tenía un arma! -a través del cansancio, la vehemencia que le provocaba la idea de que alguien dañara a Kazuya se abrió paso como un rayo. -Podría haberte disparado. Podrías haber… muerto.

Y lo último que Akanishi quería era eso, menos por unas gallinas. Pero se lo guardó para sí mismo. Kazuya permaneció en silencio, con la mirada clavada en el suelo.

- Por lo único que podría castigarte es por no haberme obedecido inmediatamente –dijo Akanish, con cierta dureza, que tambaleó cuando Kazuya lo miró a los ojos.

- Siento eso también, patrón -dijo, y el arrepentimiento fue claro en toda su actitud.

- Mañana te comerás todos los tomates –sentenció Akanishi, esbozando una media sonrisa.

- Sí, patrón –Kazuya también sonrió, débilmente.

- Espero que sea suficiente castigo para ti –dijo Akanishi, bostezando. –Ahora vete a dormir. Buenas noches

- Buenas noches, patrón.

Akanishi observó a Kazuya alejarse, hasta perderlo de vista cuando entró en la casa por la puerta de la cocina, antes de encaminarse pesadamente a su habitación.

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El sol brillaba cruelmente en lo alto del cielo, era ya casi mediodía y Ueda no había sido capaz de hacer nada en todo el tiempo que llevaba despierto.

Solo. Siempre se había sentido solo, pero ahora realmente lo estaba.

Había estado casi una hora mirando el espejo fijamente, intentando reconciliar alguna parte de lo que sentía con la imagen reflejada en él, pero nada. Todo era igual al día anterior nada había cambiado, ni en él ni en el mundo y a simple vista nadie podía notar el inmenso agujero, el vacío en su alma. La pérdida.

Su padre había muerto y el mundo seguía su curso, como si nada.

Nunca se había llevado de lo mejor con su padre, era un hombre distante, frío, severo; muchas veces había pensado que no lo quería y que era su culpa que así fuera. Ahora ya no estaba y él nunca había sido el hijo que habría debido ser, el digno heredero de la fortuna familiar.

Desviando los ojos del espejo, miró por la ventana hacia la multitud que había acudido al velorio, una masa de gente vestida de negro, fingiendo tristeza en mayor o menor medida. Probablemente a muchos los conocía, pero no veía nada, sólo una masa de gente. Estaba solo.

Una mano se posó en su hombro con delicadeza.

- Señorito Ueda –susurró Nakamaru–, vamos, debe estar presente.

Ueda asintió sin decir nada y se dejó guiar escaleras abajo hasta el salón principal de la casa, que sus empleados habían arreglado para la ocasión. No recordaba haber dado la orden de hacerlo, no recordaba nada, ni siquiera haberse vestido esa mañana.

Se quedó quieto en el lugar en que Nakamaru lo instó a detenerse, mirando sin ver a las personas que comenzaron a acercarse a él para hacerle saber su pesar, verdadero o formal, no le importaba. No le importaba nada, ni siquiera distinguía sus rostros, sus voces. Sus palabras eran zumbidos monótonos que sonaban iguales los unos a los otros, su paso fugaz un fastidio reiterado y repetitivo.

Todo se había vuelto un borrón sin forma a su alrededor. Todo menos Nakamaru. Junto a él, en un silencio que se sentía más honesto y real que todas las palabras de toda su vida. Junto a él, siempre.

El paso de las horas se sentía como un vago tirón en sus extremidades medio acalambradas, se movía mecánicamente en una danza con coreografía precaria, marcada por el desplazamiento de la masa de gente. Todo pasaba a través de él: La iglesia y la misa que no oyó, la caminata vacía hasta el pequeño cementerio tras la sacristía, las palabras que tenían forma y vibración pero que se sentían como humo, que no dejaban nada, ni consuelo ni desesperanza.

Miró a través de sus ojos secos el último viaje de su padre, a las entrañas de la tierra y, de pronto, fue consciente de un sonido claro detrás suyo. Nakamaru lloraba, sollozando sin atisbo de vergüenza o afectación, mostrando su pena como una herida abierta, sincera. Dejó que el efímero sentimiento de consuelo rozara su alma. Nakamaru lloraría por ambos y era suficiente, al menos en ese momento.

El resto del día se sintió como un cambio de la luz al ocaso, la tradicional comida en su casa después del funeral le pareció odiosa y se mantuvo en un rincón, sin hablar con nadie, ni siquiera con Jin que se acercó en algún momento difuso para ofrecer palabras de consuelo, mientras Ueda sólo quería que lo dejaran en paz. ¿Es que todo el pueblo estaba ahí? ¿Realmente no tenían nada mejor que hacer?

Cuando finalmente la gente mermó, cuando el silencio del ruido dio paso al silencio de la noche, sintió nuevamente la mano de Nakamaru en su hombro y supo que todo había terminado. Cerró los ojos y se dejó llevar.

No notó cuando ya estaba de vuelta en su dormitorio, sólo que estaba siendo acostado y arropado por Nakamaru, que al terminar se dirigió a la puerta de la habitación.

-No te vayas – rogó casi en un susurro. Su garganta se sentía extraña, como si hubiese pasado mucho tiempo desde que hubiese hablado por última vez.

- Volveré enseguida – respondió Nakamaru con una cálida sonrisa.

Fue poco el tiempo que Nakamaru estuvo ausente, pero el tiempo estaba siendo algo distorsionadamente relativo para Ueda. Cuando volvió a la habitación, lo hizo con una bandeja en sus manos, la que Ueda miró con decidida curiosidad mientras se acercaba y la dejaba sobre la mesa de noche.

Un plato de sopa humeaba junto a un vaso de jugo de frutas y Ueda notó sólo entonces que tenía un poco de frío. Las noches se habían vuelto ya más frescas y debía ser más tarde de lo que había pensado. Sin embargo, no le apetecía comer. Sentía la garganta anudada y el estómago pesado aún.

- No tengo hambre –declaró, un poco sorprendido por lo débil que sonó su voz.

Nakamaru lo miró, paciente.

- Pero señorito… -comenzó a decir, con suavidad, mientras se sentaba en la cama frente a Ueda y colocaba la bandeja entre ellos, tomando hábilmente la cuchara con la otra mano -, no ha comido nada, no es bueno para su salud.

- No me importa -la obstinación de siempre estaba ahí, mellada por el dolor, pero siempre presente.

Nakamaru tomó con la cuchara un poco de sopa y la acercó a la boca de Ueda.

- Por favor – insistió.

Lentamente, cediendo, Ueda abrió la boca. Los cuidados y la preocupación, fingida o no, de Nakamaru lo entibiaban aún más que la sopa que le daba. Se sentía extraño al tragar, ya no recordaba la última vez que había comido pero debía haber sido hacía días. Nakamaru parecía saberlo y no aprobarlo, porque seguía llevando el alimento a su boca, cucharada tras cucharada.

La temida y familiar ola de calor volvió a rozar a Ueda, llena de implicancias. No quería que Nakamaru se apartara de su lado, nunca. Y eso estaba tan mal. La autorecriminación lo golpeó inmediatamente, haciéndolo voltear el rostro para escapar de la imagen de su sirviente frente a él. Fue inevitable, un acto reflejo de huida; fue también un error contraproducente.

-¿Se siente bien, Señorito Ueda? -preguntó, preocupado, Nakamaru, adelantando la mano que tenía libre para tocar su frente, sus mejillas y su cuello alternadamente, sintiendo su temperatura.

-No -respondió simplemente Ueda. Tal vez sí tenía algo de fiebre, porque se sentía arder.

Rápidamente, Nakamaru tomó la bandeja y la apartó, colocándola con firmeza en la mesa de noche. Con movimientos hábiles, quitó el cojín que mantenía a Ueda suficientemente erguido para comer y le ayudó a recostarse sobre sus almohadas. Demasiado débil como para hacer nada, Ueda se dejó acomodar y arropar, dejando de lado cualquier pensamiento.

Estaba exhausto y su corazón estaba dañado por la partida de su padre, era natural que no quisiera estar solo. Por eso, no se recriminó cuando, al intentar Nakamaru dejar nuevamente la habitación, su mano tomó la manga de su sirviente con toda la fuerza que logró reunir, en un ruego silente para que no lo dejara.

Nakamaru le dedicó una de aquellas sonrisas gentiles y suaves, algo triste esta vez. Tomó su mano entre las suyas y la llevó con ternura hasta sus labios, rozando reverentemente sus nudillos antes de volver a depositarla con delicadeza sobre el pecho de Ueda.

-No tema, Señorito Ueda -dijo en un susurro, mientras tomaba la bandeja de la mesa de noche. -No voy a dejarlo.

Los ojos algo febriles de Ueda siguieron su silueta hasta que se perdió de vista antes de cerrarse y caer en una somnolencia intranquila, que sólo se calmó cuando, más allá del velo de la semi-inconciencia, sintió la mano de Nakamaru tomar la suya y no dejarla ir.

El canto de los pájaros fue suficiente para interrumpir su débil sueño, horas después. Aún no amanecía del todo, pero una débil luz azulina bañaba su habitación, colándose entre sus cortinas. Lo primero que notó fue que Nakamaru había cumplido su palabra. Sentado en una silla junto a su cama, se había quedado dormido, con el rostro apoyado sobre sus brazos cruzados, con la cabeza junto a las piernas de Ueda. Aún en sueños, su mano seguía aferrada a la suya.

Esta vez no había ninguna duda al respecto, nada de confusión, sólo la claridad aterradora del sentimiento que había intentado enterrar una y otra vez en su pecho y que ahora era demasiado grande como para ignorarlo. El deseo irrefrenable de jamás dejar ir la mano que ahora tomaba, de tener siempre a su lado a quien lo había tratado con tanto cuidado. La necesidad dolorosa de volverse algo precioso para alguien.... ese alguien a quien jamás debía querer de esa manera.

La alteración fue absoluta e hizo a Nakamaru despertar, sobresaltado. Ueda sólo lo quería fuera de su habitación, lejos, donde no pudiera verlo.

Estaba mal, era todo lo que siempre había estado mal en él, toda su vida. La culpa hervía en su sangre, haciéndolo sentir retorcido, débil, indigno, repugnante. No debía tener ese tipo de sentimientos, durante gran parte de existencia se había esmerado por erradicar aquel horrible pecado de su ser, por arrancar de su mente aquellos pensamiento impuros y aberrantes. Y ahora había caído de nuevo en las garras de demonio y estaba sucio, condenado por la eternidad...

No se dio cuenta de que estaba gritando hasta que Nakamaru lo contuvo entre sus brazos y dejó de hacerlo. Aún débil por todos los acontecimientos, no pudo pelear contra la fuerza de su sirviente, no pudo alejarlo.

-Vete... -rogó, casi en un sollozo. -Vete de aquí...

-Señorito Ueda -dijo Maru, sin dejar de abrazarlo. -Tranquilícese... estoy con usted, no lo dejaré solo.

Ueda intentó golpear su pecho con los puños, tratando de liberarse de sus brazos y el gozo atroz que le causaban, pero no logró hacer nada. Nakamaru no lo dejaba ir, no entendía, no comprendía su desesperación, no sabía qué horrible monstruo era él, caído de la gracia de Dios, manchado, impuro.

Una tras otra, las palabras se agolpaban en su mente, el pecado y todo lo que los sacerdotes habían intentado enseñarle sobre éste, todo lo que él había sido incapaz de extirpar de su esencia enferma. Todo era su culpa, por su debilidad Dios había abandonado a su familia y lo había perdido todo. Su impureza había sido la culpable de todos los males de su vida, por culpa de sus pensamientos y acciones repulsivas, su madre ya no estaba con él...

Nakamaru lo mecía, como intentando calmar a un niño pequeño y sintió ganas de llorar. Pobre dulce y gentil Nakamaru, tan servicial y apegado a su trabajo, no sospechaba que el demonio lo llenaba por completo, que el patrón al que servía con esmero no era sino un ente desgraciado, cubierto de barro.

Se dejó tranquilizar y contuvo sus lágrimas, pues no servirían de nada. Absolutamente nada. Su mente y su cuerpo estaban sucios, llenos de pecado, una vez más, a pesar de todos sus esfuerzos y no tenía idea de cómo podía purificarse.

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Según la apreciación de Yamapi, el aire se había sentido pesado últimamente, lúgubre. Al principio había pensado que se debía al reciente funeral del padre de Ueda, que había sido un evento apabullante en la vida de todo el pueblo. Pero a medida que los días pasaban y las rutinas se reinstauraban, Yamapi empezó a sospechar que no se trataba de eso.

Intentó no pensar en ello, había preparativos de los que ocuparse, pues aunque los eventos del pueblo hubiesen borrado de su mente casi por completo la visita de Keiko, esta seguía planeada para la misma fecha original. Seguía molestándolo el hecho de no poder sentirse completamente feliz al respecto. Últimamente todo era problemático.

Recogió el correo de la mesa de su oficina en que uno de sus empleados lo había dejado. Contenía los informes usuales de los progresos de sus negocios en otros lugares del país, algunas otras noticias esperadas y una carta que no era para él.

- Hay una carta para ti –le anunció Yamapi sorprendido a Toma, avanzando hacia el sillón en que su amigo leía un libro y dejando caer el sobre frente a sus ojos.

Toma cerró el libro y observó la carta con sorpresa, cuando leyó el remitente una gran sonrisa apareció en su rostro. Hacía días que Yamapi no veía esa sonrisa en el rostro de su amigo y aunque el ambiente se había vuelto notablemente más luminoso para la apreciación de Yamapi, se sintió “curioso” sobre quién podría lograr aquello con una simple carta.

- ¿De quién es?- preguntó intentando sonar menos interesado de lo que realmente estaba.

- Oguri Shun… es un compañero de Diolkos -comenzó a decir Toma mientras abría el sobre con prisa, la mirada confundida de Yamapi lo hizo reír. -Es mi ex-compañía de teatro en Europa –explicó todavía sonriendo, tomando los tres folios llenos de escritura y comenzando a leerlos someramente. Sin despegar sus ojos de la carta, continuó hablando. -Le envié un telegrama poco después de llegar, pero no esperaba que respondiera y tan pronto…

Yamapi se limitó a observar como Toma disfrutaba leyendo la carta. Reía a carcajadas, tan animadamente que todo su cuerpo se contorsionaba en el gran sillón de cuero. Se sintió incómodo y molesto, no sabía quién diablos era ese tal Oguri Shun, ni qué hacía para que Toma estuviese así de contento y risueño cuando claramente él no había tenido ese efecto en él durante los últimos días; comenzó a preguntarse si alguna vez Toma había reído de ese modo por conversar con él y no pudo recordar ninguna. ¿Por qué diablos Toma era su amigo? Claramente no le causaba admiración como MatsuJun ni lo divertía como este tal Shun.

Contrariado y determinado a averiguar qué era lo que hacía reír tanto a Toma, se apoyó en el respaldo del sillón y estiró un poco el cuello para leer algo de la carta, intentando ser disimulado. Pero el disimulo pasó a segundo plano en un instante. Leyó con consternación dos veces el ofensivo párrafo antes de convencerse de que sus ojos no lo engañaban.

- ¡¿Esposa?!– exclamó Yamapi, sorprendido y extremadamente alterado.

Pero al parecer Toma no compartía la seriedad de Yamapi, pues soltó una risa explosiva que no lo dejó responder, así que Yamapi continuó, elevando el tono de su voz para hacerse oír sobre la risa de Toma

- ¿Te dice esposa? ¿Dejas que un tipo te diga esposa? ¡No puedes permitir que un hombre te diga así! -Yamapi apenas respiraba entre frase y frase, y sus palabras se apilaban y atropellaban mientras Toma intentaba parar de reír, observándolo con una expresión extrañada.- ¡¿Haces algo al respecto?!

- Por supuesto que hago algo al respecto –dijo Toma, entre risas nuevamente.– Le digo esposo.

Toma soltó otra risa explosiva y Yamapi lo miró estupefacto, sin poder creerlo. No podía ser que se tomara tan a la ligera algo así, ¿es que no tenía honra? ¿O sentido de la decencia al menos?

Estaba furioso, Toma era un irresponsable, descuidado... y ese hombre le decía “esposa” y lo peor, Toma le decía “esposo”. Dentro de todas las cosas, eso era lo que más le molestaba, el tipo de relación que podían tener y de la cual Yamapi era un ente totalmente ajeno.

No quería estar ahí, necesitaba huir de Toma y su felicidad por aquel hombre. Salió de la casa sin decir nada, dejando a Toma, su risa y la carta de su “esposo” atrás.

Mientras, en su fundo, Akanishi se sentía satisfecho consigo mismo por comportarse como un verdadero patrón con Kazuya. Obviando algunos detalles sin importancia, por supuesto, todo iba de acuerdo a lo que había pactado consigo mismo.

Pero era difícil, Kazuya era alguien difícil de resistir. Sus movimientos acaparaban siempre su atención. La piel de su cuello y sus labios lo invitaban cada vez que se atrevía a posar la mirada sobre ellos. Y por último estaban sus ojos, que evitaban encontrarse con los suyos, cosa que le molestaba, pero si llegaba a pasar por un segundo se sentía al borde del sonrojo. Sin embargo, todo estaba bien. Perfectamente. Hacía días que cumplía su papel de patrón y mandaba como debía ser. Tenía el control.

Había mandado a Kazuya a comprar cosas al pueblo junto a la cocinera después del almuerzo, por lo que estaba más relajado, pero también más aburrido. Y solitario. Se alegró al oír que alguien se acercaba, tal vez Kazuya había vuelto antes de lo previsto.

Pero no era Kazuya. Era Taguchi y su eterna sonrisa.

- Patrón, el señor Yamashita ha venido y lo espera afuera -anunció.

- Dile que pase -respondió Jin, dejándose caer pesadamente en el sillón del que se había levantado al oír pasos.

- Dijo que no, que fuera rápido.

Akanishi salió de la casa con extrañeza y vio a Yamapi, que lo esperaba arriba de su carreta y no se volteó a mirarlo ni siquiera cuando lo saludó.

- ¿Por qué no quieres entrar?

- Sube.

Akanishi comprendió que su amigo no iba a decir mucho más, se comportaba así cuando algo le molestaba o le preocupaba. Podía ser un tonto, pero sabía que en esos momentos no debía decirle nada. Sólo se esperaba de él que lo acompañara y así lo hizo. Subió a la carreta sin decir una palabra y partieron.

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